¿Cuántas veces hemos oído su nombre en el relato del Cerro Torre de Cesare Maestri? Un día cualquiera lo encuentro frente a mí en las carpas del Film Festival de Trento. Un pequeño hombre de cabellos blancos, un rostro anguloso pero sereno, una boca que aún sonríe, un viejito que parece un jovenzuelo cuando comienza a hablar de la montaña. Lleva unos zapatos con calzas, lo que le hace moverse con pequeños pasos. Mi amigo quería conocerlo, pero no hallaba el valor para acercarse. Cesarino estaba allí, a pocos metros de nosotros. Tampoco yo lo había visto nunca en persona, tomo a mi amigo por el brazo, lo conduzco hasta Cesarino y se lo presento.
Un año después nos volvimos a encontrar en el festival, yo para presentar mi libro, Cesarino por la proyección de la película Patacorta , un documental sobre su vida, rodado por Elio Orlandi.
Compartimos tres días contando historias, intercambiando impresiones y relatos de alpinistas, palabras de hombres en busca de aventuras, celos, rencores y todo cuanto este mundo de la montaña lleva consigo en los senderos y en la vida. Este pequeño hombre me conmovió; sus historias contadas con la parsimonia de un hombre desengañado, pero aún apasionado, me arrancaron las lágrimas.
“ Patacorta ” ha marcado mis emociones; una lección que enseña a afrontar las vicisitudes de la vida con la mente abierta, obstinación y siempre con unas ganas enormes de vivir las grandes aventuras del los lugares de la montaña. “La montaña me ha destruido...y la montaña me ha salvado, a partes iguales” dice un fragmento de la película.
La historia de Cesarino Fava comienza el 12.6.1920 en Malé, de Val di Sole. Su familia es numerosa, él es el noveno de diez hermanos, su adolescencia transcurre entre aventuras y experiencias en la montaña: el esquí, la prueba de habilidad y valentía propia de la juventud. A los dieciocho años va a trabajar a la estación de Brennero, después se enrola como soldado raso e invierte cinco años de su vida en la guerra. Embarca como maquinista en una nave y desembarca en Buenos Aires, que se convertirá en su nueva patria. Vivirá una experiencia dramática sobre el Aconcagua que le costará la amputación de todos los dedos de ambos pies, tras la gran aventura en el Cerro Torre “La Montaña Imposible”, en 1958. Y aún realiza la escalada del Fitz Roy a los 58 años y con dos vivacs, vuelve al Torre y a la pared sur del Mercedario y publica su libro “Patagonia, terra di sogni infranti” ( “Patagonia, tierra de sueños enfrentados”) editado por la CDA.
El suyo ha sido un alpinismo con A mayúscula donde, a alcanzar la meta, se ha antepuesto siempre el respeto de la montaña, la ética y las reglas que ésta requiere. En más de una ocasión, se ha prodigado por salvar la vida a un compañero en dificultades, ha vuelto renunciando a la meta ya próxima. La montaña ha sido para él una experiencia de la vida que le ha hecho apreciar las más pequeñas manifestaciones de la naturaleza y el hombre. Los pequeños sucesos, el perfume de una flor, un animal cogido por sorpresa, el vuelo del águila, el aliento de la existencia, ha apreciado todo como un gran don divino, porque todo esto forma parte de la propia esencia.
Un año después nos reencontramos de vuelta a Trento, Cesarino tiene la misma sonrisa, el mismo entusiasmo. Apenas ha terminado el festival, nos sentamos en un banco, a la sombra de los árboles, para hablar de su vida.
¿Cómo fueron los dos años de trabajo en Brennero?
Muy duros, porque era la primera vez que me iba de casa, y era como ir al fin del mundo, y porque Brennero era el lugar más inhóspito de Europa. En el invierno del 38 al 39 la temperatura bajó hasta los 36º bajo cero y yo dormía en una habitación sin calefacción. Debía despertarme a las tres para ir a trabajar a la estación, para una empresa de transportes internacional.
¿Y los cinco años de soldado?
En el 1940 Italia declaró la guerra a Francia y me llamaron para prestar servicio en Val d'Aosta. Después, fui trasladado a Mentone, en Francia, formaba parte de un destacamento y debía anotar todo el material que se movía en los ferrocarriles franceses. Cuando íbamos de Francia a Italia llevábamos el perfume a los italianos, cuando volvíamos, los zapatos para las muchachas francesas. Después me trasladaron a Croacia y a otros sitios más, terminando la guerra como soldado raso, de lo que aún me siento orgulloso.
¿Qué te llevó a embarcar en una nave?
Cuando volví de la guerra comencé a trabajar en el campo, pero no alcanzaba a ver un futuro, y lo poco que ganaba no bastaba para vivir, por eso me embarqué como maquinista en una nave de transportes. Era una nave construida para hacer sólo viajes de ida, y a bordo había de todo: asesinos, ladrones, clandestinos, la peor especie de hombres, gente que no se pensaba dos veces cortarte el cuello.
¿Qué te impactó de Argentina?
No daba crédito a mis ojos. En el 1952 Argentina representaba el país de la abundancia y Buenos Aires era la ciudad de Oro. En los restaurantes te traían enormes cantidades de comida, con un día de trabajo podías vivir bien una quincena. Había carne en abundancia y un despilfarro de cosas. Además, para encontrar trabajo no había ningún problema.
¿Cómo maduró la idea de subir el Aconcagua?
En Buenos Aires, encontré unos italianos, también apasionados de la montaña. Decidimos formar una sección CAI en Argentina e ir a escalar el Aconcagua, que representaba la montaña más alta del mundo después del Himalaya.
¿Cómo fue la escalada?
Estábamos acostumbrados a las paredes rocosas, así que una montaña volcánica cubierta de piedras no nos asustaba. La subestimamos. Ya había muerto gente en el Puna , el viento helado del centro de los Andes daba muchos problemas; pero nos sentíamos seguros, éramos alpinistas. Comenzamos cuatro; pero ya en el Plaza de Mulas dos se encontraban mal, así que a los cuatro días nos volvimos, aunque en esos momentos había alcanzado los 6900 metros, muy cerca de la cima. Renuncié a la cima porque quería llegar con mis compañeros.
Cuando intentaste salvar al escalador americano Burdsall, en el Aconcagua, tuvieron que amputarte los dedos de los pies, ¿cómo sucedió?
Dos años más tarde, estaba escalando con Leonardo Rapicavoli. Alcanzamos la cima con Richard Burdsall, que había participado en la expedición K2 en 1938. Él iba con alguien de Mendoza que decía ser guía, pero que se fue una vez alcanzada la cima. Burdsall se encontraba mal y lo intenté bajar a una zanja donde teníamos dos sacos de dormir. Lo llevé sobre mis hombros, pero estaba agotado y mis piernas ya no me obedecían. Por eso hicimos vivac. Después de introducirnos en el agujero, pasamos una noche infernal a menos 25º. Sufriendo de oftalmía y agotamiento, pudimos oír una voz, pero no podíamos saber de dónde provenía. Hicimos un difícil descenso con los pies congelados. Dos meses más tarde tuvieron que amputarme todos los dedos de los pies.
¿Cómo fueron los dos años de inmovilidad posteriores a la amputación?
Afortunadamente, tenía guardado algo de dinero. Además, mis hermanos vinieron a Argentina. Vivía entre la desesperación y el suicidio: sentía que mi vida había terminado. Después conocí a un zapatero de Venecia que comprendió mi situación y me ofreció hacerme un par de zapatos. Cuando me los puse, sentí como si mis pies hubiesen vuelto y volví a sentirme un escalador.
En tu libro dices que, en la vida, siempre hay que luchar.
Sí, la vida es una continua lucha y todo depende de cómo se interprete esta lucha; pero sería un error imperdonable pensar en vivir sin luchar. La lucha hay que tomarla como una característica intrínseca de la vida.
Es hermoso el pasaje “¡...desvanecerse en un dulce nirvana indoloro!”, ¿qué te hizo pensar de este modo?
Seis amigos nos juntamos para escalar Cerro Cuerno, pero al final, estaba solo. Entendí que ellos temían por mis pies: estaban preocupados y querían que desistiese. Así que tomé mi mochila y partí solo. Fui porque no tenía miedo a la muerte, e incluso aunque hubiese caído, desaparecido para siempre, quizá hubiese sido indoloro, bello.
El Cerro Cuerno fue tu retorno a las montañas; pero arriesgaste tu vida entonces.
Sí, una vez que alcancé la cima, me sentí lleno de gloria, me invadió una alegría que me sobrepasaba. Estaba vivo de nuevo y estaba avergonzado de haber pensado en la muerte alguna vez: había mucha gente más desafortunada que yo, gente que vive en silla de ruedas.
¿Qué ha significado para ti la experiencia en el Torre?
¡La vida! Cuando volví de Cerro Cuerno quería hacer algo grande, maravilloso. Entonces fue cuando conocí a algunos franceses que volvían del Fitz Roy y decían que el Torre era imposible, entonces decidí intentarlo. Tenía en esos momentos la presunción de pensar que nada había de imposible.
¿Cómo fueron aquellos largos días en los que esperabas en la madriguera del zorro a Cesare y Egger?
Fue duro, entre la esperanza y la desesperación; pero estaba preparado para lo peor. Aquel que piensa tomar el camino del Maestro Egger debe estar preparado ante la posibilidad de morir.
¿Cómo era Toni Egger?
No reía mucho, pero tampoco era triste. Tenía un humor inglés, pero tendía más a la seriedad que a la alegría, ¡era un auténtico alemán! Había cierto feeling entre nosotros, ¿quizá porque ambos habíamos participado en la guerra y habíamos vivido el peligro? Como alpinista, era el mejor escalador en aquellos tiempos. Se anticipó a la escalada en hielo al menos diez años.
“La tragedia no es sólo parte del montañismo, sino de la vida diaria”
Cierto, tras la amputación recuerdo que fui a Buenos Aires con muletas. Era humillante, viví la peor de las soledades entre millones de personas. Quiero decir que todos morimos cuando nos llega la hora, ni un minuto antes ni después. La muerte es una tragedia porque es el final de un principio.
¿Por qué lamenta la ausencia de Armando Aste en el Cerro Torre, entonces un joven escalador?
Armando era fortísimo, tenaz, y si hubiera estado en la primera expedición, quizá no hubiésemos llegado a la cima, pero seguramente hubiésemos alcanzado el “Torrete”.
¿Hay algún escalador que por su ética y clase le haya inspirado sobre los demás?
Paul Preuss, siempre he sentido una gran admiración por él. Me quedé atónito cuando leí sobre su ruta por el Campanile Basso y cómo la había hecho. También Eric Shipton, por sus escritos. Sin embargo, nunca me ha entusiasmado Comici, aunque sea un gran escalador.
En tu libro, siempre describes a la roca como tu gran amiga, que supera cualquier tipo de defecto; y mi pregunto si puede ser ésta la esencia del espíritu del alpinista.
Sí, si encuentras esta sensación, es maravilloso. Han pasado muchos años y aún me emociono cuando recuerdo el Torre, sus paredes y la cresta. Para mí, el Torre es como el Himalaya para los nepaleses: el símbolo de la espiritualidad. Era como si me mostrase el camino hacia una cima siempre más alta; y me hubiese gustado que nunca nadie alcanzase la cima.
¿Puedes hablarme de aquella vez en Mercedario en que bebiste tu propia orina y después comiste la panceta?
Mi compañero estaba atrapado en un saliente, y no conseguía salir. Yo estaba arriba, cerca de la cima, pero volví cuando oí sus gritos pidiendo ayuda. Sus botas habían caído y no podía andar. Tuve que bajarlo por la pared, usando una cuerda de 40 metros, sin pitones, ni picota. Después de ocho vivacs, estaba al límite de mis posibilidades. No entendía nada y avanzaba por instinto. Estaba deshidratado y pensaba que era el final. Después de orinar en un frasco, añadí nieve y lo removí. Eso es lo que nos salvó.
¿Qué sentiste cuando caíste treinta metros en el Fitz Roy?
Tras varios días en la pared, estábamos agotados. La comida liofilizada no servía y nuestras piernas ya no andaban. Por casualidad, en un saliente que llevaba al campamento superior, encontré una bolsa con algunas latas de sardinas. Las metí en una bolsa de plástico y anduve dos pasos...en el vacío.
No recuerdo qué ocurrió después, me hallé rodeado del color azulado, con fondo blanco, y veía mi cuerpo al fondo de una grieta, exactamente tal y como iba vestido. Tenía una pierna rota y las heridas sangraban, y en eso momento dije: “Mira que bello es morir”. Estuve unos momentos fuera de mí mismo, viví casi la experiencia de la muerte.
“La muerte está siempre cerca de nosotros: en la niñez, la juventud y la vejez. Ahí está, pero invisible. En las montañas te roza, casi sientes su aliento”, ¿puedes explicármelo?
Sí, la muerte no es algo tangible, es el fin de un principio, es el silencio, y los peligros objetivos de la montaña hacen que la sientas en algunas situaciones más cerca, casi como si fuese parte de tu propio cuerpo. Su respiración es la brisa del viento en el inmenso cielo y la avalancha que se precipita a tu lado.
Tu libro exalta el papel de una madre que es capaz de criar diez hijos y trabajar en el campo, y de la moral y los valores éticos de tu juventud.
Mi madre fue un ejemplo para mí, una guía, una estrella que representa seguridad. Todavía siento remordimientos cuando recuerdo, al volver de la guerra, como ella, amorosamente, sacaba brillo a mis cinco pares de zapatos, incluso aunque yo no quisiera. No me parecía bien, pero para ella era una obligación. Para ella el afecto eran cosas concretas, no recuerdo que de niño me haya jamás abrazado, y cuando partí para el Brennero, simplemente dijo “Ciao ciao”.
¿De qué viviste en Argentina?
Hice un poco de todo: lavaplatos, tuve un quiosco de bebidas y luego trabajé en una venta de pollos. A la vuelta de una expedición, un sábado llegué a la casa de Armando Aste, debía preparar veinte mil pollos y no sabía cómo hacerlo. Mis ayudantes no querían saber nada de trabajar aquel día de fiesta, así que Armando, Mario Manica y los otros del grupo se ofrecieron a echarme una mano. Estuvimos toda la noche trabajando bajo la lluvia.
Argentina ha sido para ti como una segunda patria, ¿qué representa?
Los mejores años de mi vida. Nuestra casa era un punto de referencia para todos los montañeros que querían escalar los Andes, siempre estábamos conociendo gente y organizando aventuras. Allí conocí a mi mujer, hija de gente de Friuli. Ella siempre me ha ayudado y secundado. Nunca me he sentido como un inmigrante, sino como un italiano viviendo en Argentina, que estaba siempre en alguna expedición. En realidad he estado allí desde los 23.
Sé que lees mucho. ¿Qué es lo que más te gusta?
“El pensador “, de Blaise Pascal, el mayor pensador de todos los tiempos; este pequeño libro es el libro de los libros, una guía en la vida, un libro donde está todo.
¿Y el futuro?
Estoy escribiendo un nuevo libro, me gustaría escalar de nuevo e ir al Himalaya, nunca he estado allí. Tengo muchos sueños y me falta el tiempo para realizarlos.
Cuando me fui, se estaba haciendo de noche. Nos dijimos adiós como si nos fuésemos a ver al día siguiente. La luz del atardecer se colaba entre sus cabellos blancos y le hacía parecer un joven. Luego un soplo de viento lo despeinó, él se rió, marchó con sus divertidos andares y su mirada llena de simpatía.
Vittorino Mason, GISM (Gruppo Italiano Scrittori di Montagna)
Fuente: Revista "L'eco delle Dolomiti"
Fuente: Revista "L'eco delle Dolomiti"
1 comentario:
emocionada leo esta nota, conoci a este ser tan querible, zurcando las calles de mi pueblo en una bici minorroda tantas veces,no lo recuerdo en otro vehiculo, y lo visto un dia darle de su mano comida a una liebre del campo, un ser libre como el, gracias !!
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